domingo, 13 de junio de 2010

La extraña educación

En los primeros años de mi contradictoria pubertad, pasé por una etapa sumamente absurda: estaba empecinado con ser acólito. ¿La razón? No tengo idea, supongo que en ese momento me parecía que molaba ser ese típico niño virgen con cara de ángel que no rompe un plato tocando la campanilla cuando el cura holandés de la iglesia local terminaba sus indescifrables cánticos.
Había una pieza (hay, porque la iglesia a pesar de que intentaron quemarla, todavía sigue allí) detrás del altar, donde el cura y los acólitos se cambiaban, pero no cambiarse de ropa en el sentido estricto, sino que se ponían sus aburridas túnicas blancas encima simplemente.

Recuerdo que cuando yo "postulé" (en realidad no se postulaba, sino que hacías un par de ensayos antes de las misas, para ver si captabas o no como era la cosa) para ese reverencial trabajillo, habían dos niñatos más practicando. Uno, que no recuerdo mayormente, porque no iba mucho y en verdad, no me llamaba la atención, y otro, que a pesar de que no recuerdo su nombre, recuerdo perfectamente de que era de esos clásicos estereotipos de acólitos ultra morbosos, como sacados de la película "La Mala Educación": Rubiecito, con ojos cafés, pero claros, y una piel tan inocentemente blanca como la leche de una vaca católica.

Tengo vagos recuerdos de lo que hacíamos exactamente en esas prácticas, pero sí recuerdo de una vez que en esa pieza detrás del altar, cuando nos cambiábamos, me quedé observando a mi compañero de película doblando cuidadosamente su túnica y guardándola en el cajón. Sus pantalones grises elegidos por alguna madre escrupulosa, ceñidos perfectamente a sus piernas y cadera. Y unas manos blancas, pequeñas, delicadas, con uñas bien recortadas, que hacían pacientemente todo lo que ese rídiculo trabajillo importaba.

Las miradas intensas se sienten, y esa no fue la excepción. Me miró despreocupado primero, y luego, quizás oliendo algo raro en las vibraciones del aire viciado de la habitación, frunció su ceño y me dijo "Chao" de forma seca antes de salir rápidamente por la puerta, hacia afuera, en la iglesia, donde aún estaban dos viejitas en la primera banca rezando por si las moscas.

De más esta decir que no volví a ir nunca más. Por lo menos a intentar de ser algo que no era. La obligación familiar de ir a la Misa del Gallo es tema aparte y otra historia, pero por mi propia iniciativa, no he pisado esa iglesia hasta el día de hoy. Supe que al final otro tipo, alguien mayor con problemas psico-motores había quedado como acólito del cura inentendible. Tampoco volví a toparme con ese niño de película, y si lo hice, debe haber cambiado mucho pues no lo reconocí.

Supe, luego de guardar las cruces y regalar las imágenes de los santos, que algo raro me iba pasando conforme crecía, algo que hoy día tiene más sentido cuando pienso en el cuerpo de hombre que ahora podría esconderse debajo de la túnica, si el entonces niño de película siguió el aburrido camino que esa tarde yo abandoné.
Si hubiera sido Gael García Bernal el niño ese, ahora mismo estaría como loco buscándolo para... recordar viejos tiempos jejeje.

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