lunes, 16 de julio de 2012

Pavor (parte dos)


En la mitad de mi familia, que es evangélica, hay caos. Se dividen entre los que me conocen más y los que no tanto. De pronto soy motivo de disputa entre las hermanas, y mi madre se desvive en llamadas la noche que se da cuenta de todo. Lamentablemente esto de ser cortés y tener a todo el clan familiar agregado en mis redes sociales da para mucho. De paso, mis tíos y tías aprovechan a agarrar a largos sermones sobre cómo vivir la juventud a mis primos. Esto me lo confidencia una prima, que en plena etapa de adolescencia, de vez en vez me manda mensajes al celular. El de ahora me cuenta sobre la reacción escandalizada de sus padres y dice que quiere abrazarme muy fuerte. Le creo, siento que no me juzga. En mi casa, se armó un pandemónium delirante esa noche. Primero, de por qué tenían que enterarse por facebook. Segundo, de cómo había cometido semejante error, luego la rabia, los llantos descontrolados, la culpa –ese detestable sentimiento tan católico- y el silencio. Tengo veinte años de edad y el próximo mes cumplo veintiuno. Hace seis años y dos meses mi padre entra a mi cuarto borracho para amenazarme de muerte si confirma que sus sospechas son reales. Hoy, mi padre pega un portazo, cuando se va en silencio hacia la calle y no lo veo hasta dos días después. De vuelta, tiene los ojos cansados y pareciera que la edad le pesara como nunca, y las arrugas en su cara se ensombrecen más todavía. No comete ya el despropósito de amenazarme de muerte. Los snif snif van y vienen, y me abraza mitad emocionado, mitad tentativa de asfixia. Al día siguiente, mi hermana compra unos porros, que nos ponemos a fumar mientras escuchamos Pink Floyd, y nos reímos de cómo pelean nuestro perro y la gata en el patio. Escucho “It’s there anybody out there?” de pronto y me quedo en silencio, tengo los ojos inyectados y es difícil diferenciar por qué exactamente. Ella se da cuenta de todos modos y me abraza. Nos quedamos así, hasta que la gata se nos pasea entre las piernas. Nos separamos riendo, con sonidos de narices mojadas.
Una tarde me siento en el computador y le escribo a un activista de derechos homosexuales contándole brevemente mi historia y preguntando cuando supo él que era seropositivo, y cuál era el promedio de vida esperable. Podría averiguar esas cosas en Internet, pero prefiero preguntarle específicamente a él, para saber cuánto tiempo puedo permitirme ser un hinchapelotas político.
En la universidad, mis compañeros más cercanos se me acercan instantáneamente. Una amiga que a pesar de ser mormona siempre tuvo afinidad conmigo, se acerca llorando a abrazarme. Después de ver esa misma escena repetida tantas veces, tengo casi un protocolo sobre cómo actuar; le abrazo, le acarició el pelo y le digo al oído que no importa, que todo está bien. No lo está. Pero bueno, el protocolo parece funcionar. Como la población demográfica de la ciudad no es mucha, es propio de la gente tener siempre hambre y sed de noticias sobre la vida de otras personas. Los compañeros de mi carrera que no me hablan, de pronto me saludan, o me quedan mirando fijamente. En realidad, prácticamente todos me quedan mirando, inclusive los de primer año, que ni siquiera conozco. En clases, el profesor me aburre tanto que me insta al sueño. Sueño brevemente con agua fluyendo y me despierta la voz fuerte del profesor a mi lado. Despierto sobresaltado y lo miro con ojos que supongo reflejarían terror y lástima. Me mira como tentado de ponerme en ridículo frente al resto de la clase, pero se contiene, recapacita por alguna razón y apenas masculla un “no se duerma en clases”. Prosigue con su clase como si nada. Demoro algunos segundos en entenderlo todo, esta escuela tan ávida de telenovelas. Falto al resto de las clases ese día, llamo a mi amiga en esa gélida y lejana ciudad del sur, concertamos una cita en Skype y esa noche hablamos desde las 22:23 hasta las 02:35 del día siguiente. En el almuerzo de ese día, le comunico a mi familia que voy a congelar mis estudios un año, para repensar las cosas. No hay oposición, pero discutimos largamente sobre mis motivos y sobre lo que haría en el futuro próximo. Los tranquilizo con planes que en el fondo, no estoy muy seguro de querer concretar. Se agarran las manos mientras les hablo. Hace años que no los veía hacer eso.
Queda una semana para mi cumpleaños, congelé mi carrera hace seis días, y no he hecho más que pintar las paredes de mi pieza, vender artesanías en el centro y mirar películas volados con mi hermana. Hace dos días hablé con Mario, a pedido de él. Nos reunimos en un bar del barrio universitario, pedimos cervezas, la gente a nuestro alrededor grita, ríe a carcajadas, se saca fotos y una pareja en la esquina se besa como si no hubiera mañana. Mario me habla todo el tiempo con tono casi confidencial, inclinado sobre la mesa, obligándome a acercar mi cara a la suya para escuchar a cabalidad todo lo que quiere decirme. Esta nervioso, y cada vez que hablo yo, él bebe un trago de cerveza. Le explico cómo sucedieron las cosas, que no sabía quién me había infectado, que podría haber sido él, no estaba seguro, mal que mal me había acostado con otros tipos mientras nosotros estábamos juntos, ya no por el vulgar placer de la infidelidad, sino más bien por convicción política, desdén a la propiedad privada en las relaciones humanas, y toda esa faramalla anarquista del amor libre. Su cara se descompone, es difícil precisar exactamente que pasa por su cabeza. Mi memoria se fuga rápidamente a una escena ocurrida meses atrás. Yo, en su pieza, recostado en su cama, estoy fumándome un porro y bebiendo vino mientras veo televisión. Él entra a su departamento, abre la puerta de su habitación y me mira con sorpresa. Más que con sorpresa, con cara de culpa católica. Me sonrío y le pregunto que le sorprende tanto. “Recuerda que me hiciste una copia de llaves” le digo, y él sonríe tímidamente, deja su chaqueta sobre la cama, pone cara de recordar algo y se dirige hacia el living, buscando la maquina contestadora del teléfono de su casa. Escucha un par de mensajes y vuelve a la pieza a buscar una toalla. Me habla de que fue a beber con sus amigos después de ver el partido. Me río y le digo que Beni –Bernardo- llamó hace una hora preguntando por él, que se espantó cuando contesté yo y que colgó de inmediato. Su cara se puso un poco más blanca y la expresión de niño atrapado en medio de una jugarreta se acentúa. Me río de nuevo y le digo que es pésimo mentiroso. Tengo que levantarme para sacarlo de su repentina parálisis, lo abrazo con cuidado. Su camisa esta desabrochada, huele a sudor pero no me importa. Le repito al oído, como hiciese tantas veces antes, que no me importa, que de verdad no me importa. Se recuesta a beber y fumar conmigo. Vemos una película sobre surcoreanos condenados a muerte que entrenan dos años para asesinar a Kim II-sung, pero su misión se frustra por órdenes de sus superiores. Terminan todos matándose entre ellos. Las balas y gritos en coreano suenan en la pantalla mientras termino de desvestir a Mario. Cogemos hasta que empieza la siguiente película. Se duerme, y ya no tiene esa expresión de niño sorprendido. Su cara es pacífica, de cansancio. No puedo evitar sonreír. Apago la tele y me duermo junto a él.  
Pero en realidad él sigue ahí, con su cara desfigurada, tratando de digerir el mensaje completo. Parece haber tomado una decisión dentro de su cabeza, sobre cómo reaccionar ante mi repentina honestidad. No deja de ser interesante identificar cómo cada uno de los músculos de su cara se contrae retratando una fracción específica de su indignación. De pronto, todas las largas tardes que pasamos recostados juntos en las cuales le explicaba con paciencia las intrincadas construcciones teóricas que se desparramaban en cientos y cientos de páginas sobre la inviabilidad moral de considerar al individuo como un objeto apropiable dentro de una relación afectuosa, eran una vil mentira que podía ser resumida en una palabra de dos sílabas, una palabra que podía reflejarse en sus pupilas, que podía oírse resonar dentro de él, a pesar de todo el barullo a nuestro alrededor, a pesar del chico que nos retiraba las botellas vacías de cerveza y nos preguntaba que más íbamos a pedir, a pesar de los idiotas que derramaban cerveza en la mesa de al lado y explotaban en carcajadas, a pesar de la música ensordecedora que ahora tocaba ANN de The Stooges a través de esos parlantes sucios en las paredes, se podía oír su murmullo creciente, hasta salir con mayor seguridad de su boca, y formar un vocablo que parecía querer abarcarlo todo; PU-TA, PU-TA, PU-TA, PU-TA, PU-TA, PU-TA, PU-TA, PUTA PUTA PUTA PUTA PUTA PUTA PUTA PUTA PUTA PUTA PUTA PUTA PUTA PUTA PUTA incesantemente hasta atraer la atención de las mesas cercanas.
Quizás esperaba una respuesta apropiada en ese momento. Reconozco mi incapacidad para sobrellevar esas situaciones: “Tengo vocación por el placer ajeno” respondí. Botó una botella de cerveza a la mitad al levantarse de golpe de la mesa e irse del bar. Aún sobraba algo en mi vaso, y yo seguía con sed. No es de cerveza, o agua o semen o ron o todos los artificios de fantasía existentes para calmarla, ni aún una sensación que pudiese identificarse en mi garganta específicamente, pero es sed, sed al fin y al cabo.