sábado, 9 de julio de 2011

No más descubrimientos


Quizás le tuviesen miedo. Y fuese la única explicación totalmente satisfactoria que se nos ocultó todo este tiempo. Pero era tarde cuando ya estábamos arrastrados en el suelo, más o menos todos abrazados, pero en verdad no, porque el verano del sesenta y ocho había pasado y hacía tiempo que ser hippie significaba lo mismo que un dinosaurio melancólico para las nuevas camadas. De todos modos, fósiles o no, los perros estaban entrenados para morder hasta los huesos, ni siquiera para ladrar. Podríamos decir que ladraban por protocolos que debían seguir so pena de hallarse de patitas en la calle. A fin de cuentas, esos protocolos solo nos daban tiempo. Estiraban los momentos de tensión como un chicle desesperante, las carnes tensas y expectantes al movimiento que se desarrollase desde el otro lado del tablero. Yo mismo miraba a todos lados y veía cernirse el cerco sobre nosotros. Un par de viejitas me preocupaban insensatamente, más bien por razones piadosas. Si llegase a su edad, bien sería poder seguir invadiendo las calles en pos de razones que obedezcan a las ideas que me pareciesen justas, pero sus cuerpos ya no estaban ni medianamente cerca de poder soportar una “gaseada” proveniente de todos los ángulos estratégicamente posibles. Como hubiesen querido ellas tal vez ser veinteañeras recién pudriéndose, de nuevo, para bailarles rebeldes a las cámaras vigilándolo todo en las esquinas.

No hubo mayor tiempo para cavilaciones cuando anunciaron la intervención a un nivel más violento. Y bueno, se mordían la lengua para anunciarlo. No le sorprendía a nadie, en realidad. Me sujeté de las manos con mis amigos. Una chica enfrente mío, estaba dolorosamente nerviosa, a punto de arrancar gritando de allí. No cabía ponerse a consolarla, ni darle tratamiento relajante, sino un par de escuetas frases de recomendaciones vitales para salir de allí si las cosas se pusiesen en exceso color hormiga. El asfalto me parecía ahora un lugar tan poderoso como peligroso. Vaya uno a saber si los bocinazos nos apoyaban o demandaban una y otra vez nuestro desalojo. El día en que me pare de sorprender de lo graciosamente individuales y enquistados que son ciertos energúmenos, es cuando me vuelva sin lugar a dudas en uno de ellos.

El carro avanzó, como esos arcanos del tarot, anunciando cosas que no podíamos comprender más allá de lo que viésemos en el momento, solo susceptible a profundas y ajenas interpretaciones y análisis posteriores por tipos que se decían intelectuales, aplicando sus intrincados conceptos y clasificaciones a la burda normalidad que era para nosotros vernos las caras a través de las pantallas por cuatrocientos pesos la hora en el centro de llamados a la vuelta de la esquina. Desde nuestra impresionabilidad provinciana, denunciábamos con raras palabras que formaban frases cantaditas el revolcón helado con sabor a violación en que se habían convertido los grandes simbolismos de la seguridad citadina. Ya se comentaba desde hacía semanas que los mastines corrían un poco demasiado energizados en las persecuciones, que se abalanzaban con un fulgor un poco muy fuerte en los ojos sobre sus víctimas.

Gas, gas, gas por todos lados. Las viejitas eran, o militantes aguerridas de antiguos grupúsculos revolucionarios creadores de estrategias para huir de ataques fulminantes, o sabias hechiceras paganas de tiempos de la Colonia expertas en desaparecer, o (la probabilidad de la realidad cunetera) derechamente fiambres asfixiados tosiendo desfallecientes en el asfalto.

Mis manos no se soltaron durante apenas un par de metros. Percibía a mis amigos corriendo al mismo lado que yo, aunque los ojos entrecerrados no me permitiesen comprobarlo. Solo la chica que estaba sentada enfrente de mí me preocupaba fugazmente, ya que tal vez no hubiese escuchado o prestado suficiente atención al momento en que acordamos reunirnos en la plaza que se encontraba a cinco cuadras de allí si todo se volvía una copia del humeante Neptuno.

Negro, cruzándose curvados en mi camino. Rojo, ocultándose desesperadamente entre la muchedumbre. Café, tratando de encajar en algún lado, en el ciudadano público morboso. Blanco, muy atrás, con afanes tristes de contener la cacería (es que ellos añoran los tiempos del sesenta y ocho). Los trajes vestidos exclusivamente para la ocasión, algo extravagantes, se agrupaban entre ellos, tanto para reafirmar de manera más coactiva lo que el Blanco trató ridículamente de sostener, como para fugarse raudos del lugar, sabiéndose chivos expiatorios por antonomasia. Verde, persiguiéndolos a todos. Sus cascos no me dejaban observar, pero un murmullo silencioso en la huida adivinaba que tenían la lengua afuera, las venas se hinchaban en sus brazos y las pupilas se ampliaban ya por la emoción del deber disfrazado de instinto, o quién sabe, quizás lo contrario.

Mis poros evidenciaban el desagüe de sudor frío, contaminado por demasiada nicotina. Unos minutos más y me hubiese vuelto parte del asfalto también. Me alcanzó el combustible el tiempo preciso para perder de vista el Verde, y llegar a la plaza al trote. Uno, tres, cinco, ¿Estamos todos no? Mierda, ¿Y la niña que andaba contigo? Ya, ¿Qué hacemos? Allá está la cagá. Vamos todos, si acaso unidos podemos improvisar maniobras evasivas. A la marcha, media cuadra, y en el tumulto galopante que viene en dirección contraria con los rostros distorsionados por la respiración infrahumana, vislumbramos a una niña con una expresión de miedo particularmente familiar. Volando de un ala la agarramos, limón ahora ya, a la plaza de vuelta, lágrimas artificiales que aparecieron de algún bolso, elección presurosa de caminos y a la marcha nuevamente.

Hay que caminar como ciudadanos imperturbables. Es todo un arte, cuando el corazón te dice todo lo contrario en su irresistible palpitar. Oímos las sirenas silbar a nuestro lado, y las balizas, brillando como si estuvieran en carnaval, detenerse un poco más allá, Verde bajarse de manera exagerada, encarando sujetos con traje de fiesta a tono, y estos, sabiéndose palos blancos, protestar a gritos por la venganza teñida de procedimiento. El imperturbable semblante general de los espectadores pareció ser la aprobación tácita sobre la prosecución del espectáculo. Hasta nuestros enrabiados corazones trataron de acallar un poco su carrera para aclimatarse en el frío público. Mi abuela tenía un dicho en contra de esos episodios tan cómplices del vejamen; “Todos los corderos agradecen que no los eligieron a ellos cuando trasladan a otro desde al corral al matadero, y luego chillan al saber que todos los demás se regocijan cuando el turno les corresponde a ellos” exhaló cansada alguna tarde de verano que recuerdo con baja resolución.

Corderos de cabeza gacha, seguimos hasta la población más cercana. El centro quedaba a muchas cuadras y las sirenas se oían veloces llenando todas las avenidas principales. Un par de cuadras más y nos echamos a descansar los pies en una plaza semi-oculta entre árboles frondosos de clase media y un par de pasajes estrechos con poca accesibilidad de vehículos. Uno se quedó un par de minutos, y despidiéndose de todos, se llevó a la chiquilla nerviosa de la mano, ya más tranquila, sabiendo que por esa noche el turno era de otro. La despedimos con empatía, porque también tuvimos y en cierta manera, no hemos dejado de tener pavor en ser lo que la naturaleza, o las hormonas, o los libros, o la cochina ciudadela nos exige ser: solamente todo lo que puede serse, y un poquito mucho más allá de eso.

Comentarios van y vienen, que hubo bastante y en escala más bien apoteósica, que las calles pronto revestirán un verde más pacato que reemplazaría los frondosos árboles de clase media, que entre varios cientos de personas la cuenta final arrojaba cierta adhesión espontánea, un golpe bajo para la complicidad de cuneta y estación de micro. A modo de coronar una de varias más sesiones de descanso en el asfalto, en las evocaciones masivas de las antiguas añoranzas cursis y utópicas, uno de los restantes hizo aparecer de su bolsillo un cocaví gracioso a mi lado. Lo encendió la única chica que quedaba, altiva e intelectual ella, con especial cuidado en no quemar nada más de lo necesario. Otro también sorprendió al hacer aparecer un cartucho de cogollos. Si la idea era celebrar, había que tirar toda la carne a la parrilla. El que lo saca elige quién lo enciende, y así nos fuimos por varios minutos. Corre que te pillo, y ya todos nos hallábamos con los pulmones llenos de humo, sintiendo que conforme pasaban los segundos, se nos subía alegremente a la cabeza, y el pasto en que apoyábamos nuestras manos adquiría una textura reveladoramente llena de vida. Estábamos sentados sobre una especie de loma, debajo de un árbol que no conocía mayormente, pero parecía a punto de florecer con tonalidades amarillas. Se podía observar no el centro, pero sí las demás poblaciones que lo circundaban, los postes de luz en conjunto creando una borrosa postal de la ciudad, como velas, el resplandor de cientos de velas sobre cajitas de fósforos, apiladas una sobre otra, dejando entrever en su centelleo los colores que bañaban las cajitas. Corría algo de brisa, pero no hacía mayor frío. Ahí hay un negocio abierto, mira. Monedas, más bolsillos y más monedas. Una cajetilla de cigarros, por favor. ¿Para qué nos alcanza?

Vuelta a la marcha; uno que se despidió de todos, y caminó, medio lentito, en búsqueda de un colectivo hacia su casa. La plaza, el pastito, las luces de los autos que pasan varios metros más allá, quizás riéndose de nuestras risas.

La brisa no está helada ni muy fuerte cuando pasa a ras de la ciudad, pero parece suficiente arriba en el cielo para desplazar con relativa velocidad las nubes. No puedo evitarlo, y me recuesto para saludar a la Luna y sus secuaces, que realizan titilantes constelaciones que no entiendo. Uno a uno se me unen, la chica altiva e intelectual cruza un pierna sobre otra mientras exhala el humo del cigarro al aire, recostada a mi lado izquierdo. Otro a mi derecha, con chaqueta de cuerina salida de tienda de ropa americana que en realidad no es americana sino que fijo se la robaron a algún desafortunado en algún punto oscuro y perdido de la ciudad, le toma la mano al chico de lentes con marco negro grueso a su otro lado, que a su vez entiende la necesidad que tenemos todos de sostenernos las manos con alguien ante la impaciente celeridad que nos incitaba la imagen del firmamento nocturno. Tímidamente acerqué mi mano izquierda a la de ella, pero ella actuó más decidida, apretándomela suavemente sin mayor trámite. Nos quedamos allí largo rato todos en silencio, sabiendo que lo que hacíamos era cliché y auguraba para futuros recuerdos, anécdotas de yuppies camuflados de progresistas pero marginales jactándose sobre lo revolucionarios que eran cuando adolescentes.

El efecto de la hierba quemada sacudió mis neuronas con dulzura. Las fotografías que concebía en mi pensamiento se manifestaban una tras otra, como una presentación de diapositivas frenética y sin orden, de vez en cuando con interferencias de palabras azarosas entre medio, ya entremezclándose unas con otras, convirtiéndose en un conglomerado idílico entre ideas chisporroteantes que aparecían y se extinguían, dejándome con la creciente ansiedad de atraparlas en el aire antes de que se esfumasen.

Quizás le tuviesen miedo por eso. A eso y a todo lo que nos negábamos a dejar de ser. Acostarse en el asfalto frente a los alarmantes carros verdes era solo una manera de expresarlo, pero se aunaba más de un anhelo común entre aquellos que huíamos gaseados. Las horas ya no transitaban como nos dijesen que lo hacían cuando niños, las experiencias nos parecían menos traumantes e importantes como cuando nos las presentaron, y acaso los motivos para confesiones ultra terrenas se tornaban asuntos extremadamente comunes y placenteros, arrancándoles el vestigio de tabúes que osaban llevar. Nuestras manos juntas sobre el pasto reveladoramente vivo nos decían algo más de eso. Quizás tenían miedo de lo que pudiésemos imaginar. Pero como con todo lo demás, un instintivo impulso nos susurraba que en verdad las cosas no eran tan malignas como nos quisieron hacer creer y que el peligro provenía desde otras vertientes; la tan bienhechora y realmente maligna cobertura pública y cotidiana de los pecados sociales que nos carcomían la esencia sin que tuviésemos palabras para describirlo.

Ahora, con la Luna revoloteando allá arriba, la única explicación posible para tanto temor y orgullo era lo que podíamos descubrir más allá de lo que ellos percibían. Quizás a eso, entre muchas otras cosas, pero solo a eso, como su temor más profundo de todos, correspondía la explicación para tanta irracionalidad. La muerte de cada una de nuestras células cerebrales, significaba metafóricamente una explosión de novedad, creando cadenas larguísimas de asuntos que no podríamos explicar aunque nos empeñásemos en eso la vida. Cada una era un estallido en medio de la oscuridad, llenado todos los espacios de cosas tan jodidamente nuevas, que las palabras se hacían absurdas e inútiles para denominarlas, porque escapaban deliberadamente de ellas. Como alguien que contemplase un color nuevo, o un sonido que nunca pudiese explicar, las ideas que brillaban efímeras en nuestra cabeza, provenientes de tantas muertes no recomendadas, parecían tener vida propia, pues al querer mirarlas de frente, se ocultaban en palabras conocidas, en sensaciones ya experimentadas. Huían de nosotros, como también lo hicimos de quienes no podían entendernos. Quizás a esto le tuviesen tanto profundo y freudiano pánico. Estábamos viendo algo nuevo, y eso no tenía lugar, denominación, forma alguna existente para volverlo socialmente “real”.

El tiempo transcurrió como sabíamos que lo haría, sin originalidad, ni variación en sus cambios impertinentes. El gigantesco sonido entre vagabundo y sonámbulo que emanaba de la ciudad ante la ausencia de las sirenas fue la señal de empezar a moverse. Nos levantamos, sabiendo en pocas palabras mal hilvanadas, abrazos espontáneos, gestos toscos y apretones de manos, que queríamos decir algo parecido, ojalá igual, pero no había como volverlo socialmente “real”. Así como con todo lo que nosotros éramos, tanto en grupo como individualmente, nuestras diferentes pero racionalmente similares aspiraciones a lo que esperábamos que fuera la más natural normalidad, sabíamos que en cada medida, nada poseía suficiente realidad social. Y caía como un balde de agua fría sobre nosotros, más que la progresiva brisa gélida nocturna misma.

Vuelta a la marcha; rumbo a nuestros hogares. Que nadie recuerde lo que sucedió esta noche, no vaya a ser acaso que uno u otro se ilusioné demasiado, y pretenda, en el más retorcido, subversivo, antisocial y enfermo (original) sueño que tenga, darle realidad a lo que presenciamos en nuestras mentes; el espectáculo pirotécnico de nuestras propias convicciones.


"Honey, I'm home".