El
cubículo estaba precariamente iluminado por la luz que lanzaba la pantalla en
la pared. No había forma de apagar la pantalla, sólo había un botón que
permitía cambiar el vídeo que se transmitía probablemente desde un ordenador
central que controlaba el tipo calvo, cómodo en la caja del sexshop que funcionaba como fachada del recinto. También el volumen estaba prefijado, manteniendo un
bajo nivel que daba al lugar un suave cántico de suspiros y quejidos
masculinos. Presionaba el botón y se sucedían militares follando en el barro,
twinks lamiéndose sus frágiles cuerpos, una orgía vintage con hombres velludos
y de poblados bigotes, marineros de brazos tatuados sometiendo a un grumete,
imponentes hombres negros resoplando al ritmo de la penetración exorbitante, un
daddy chupando los pies de un joven dominatrix. Eché de menos a los latinos, y
en general, una mayor calidad de los vídeos. Resultaba gracioso pensar que en
pleno siglo XXI las pantallas de los cuartos oscuros aún transmitiesen vídeos
con esa aura irremediablemente vintage. Y es que en realidad, todo en ese
lugar, la dinámica del aire viciado, los gemidos entrecortados en la penumbra
de los cubículos, las miradas que buscaban sus pares ansiosos, tenían un aspecto de repasado, de resabida
actividad.
Había
un glory hole en la pared. Haciendo gala de curiosidad provinciana, me agaché a
su altura y primero presté atención al ruido en el cubículo contiguo. Un
cinturón se abría con prisa, y el sonido de un jeans bajando me llegó claro.
Una mano se apoyó pesada sobre la pared. Jadeos que se deslizaban morbosos por
el agujero. No había forma de saber quién estaba del otro lado, y la idea de
encontrar a un pobre padre de familia abandonado a la oscura suerte de estos
cubículos me generó rechazo.
Me
levanté y apoyándome en la pared, me quedé viendo unos segundos la pantalla. No
prestaba atención ya a las nalgadas furiosas que daban los marineros al grumete,
sino que me abstraje en todo lo que era ese cubículo en aquel momento. Sus
paredes grasosas de tantas manos sudadas, la capa de indeterminadas manchas que
cubría el piso. Había algo atrapante allí, algo que toda la música pop, y el
baile del apareamiento, con sus tragos sofisticados y sus cervezas en la barra,
no podían ofrecer. Había un sabor que ni todo el flirteo en las luces
encadilantes de la calle podía igualar. Todo el desenfreno de los personajes
que afuera festinaban su noche de anonimato, contrastaba con esta parsimonia
culpable que adornaba los gestos de estos hombres sombríos, que a la sombra de
los cubículos se entregaban a la escucha de sus ruegos carnales.
No
sé cuánto tiempo permanecí allí, capturado por esa melodía pecaminosa que se
elevaba por los cuartos oscuros y se comunicaba a través de los glory hole, cuando
de pronto ya no estaba solo en aquel cubículo. Un motoquero robusto, típico
cabrón en sus tardíos cuarenta, con el águila americana en su chaqueta, cerraba
la puerta del cuartito a sus espaldas. Sus pupilas temblaban sobre sus ojeras,
relamiéndose sin asco sobre la expectativa de mi cuerpo acorralado
intencionalmente en ese rincón de paredes grasosas.
- Fresh
meat…-dijo ansioso, como pensando en voz alta. Hice un ademán de moverme hacia
la puerta, de huir de sus manos que acariciaban torpemente mis brazos.
- Don’t
be scared, I won’t be so rough, you’ll see. –prometía mientras bloqueaba mi
paso y suavemente bajaba la chaqueta de mis hombros.
Me
vi bajo el lógico desenlace de una cadena de decisiones atrapantes, con ese
hombre que leía toda mi angustia facial, y se excitaba ante la creciente
resignación de un encuentro donde él podía interpretar un papel protagónico, la
deliciosa captura de un borrego nervioso del cual suponía el pleno
consentimiento para ese juego huraño apenas iluminado por la pantalla en la
pared.
- We’re
gonna play a little bit, don’t be scared… -seguía susurrando sobre mi cara, con
su aliento de bourbon y cigarros rojos.
- I'm not scared. I’m
never scared –le dije con mi acento tosco, volviendo a colocarme la chaqueta
sobre los hombros.- I just don’t fuck old people.
Lo
miré fijamente con una expresión hostil, de forma que no quedara duda sobre mis
palabras dichas con un exagerado tono de autosuficiencia, y lo dejé solo en ese
cubículo.
En
los pasillos ensombrecidos del complejo, los hombres rondaban lentamente a la
caza de quien les invitase a observar las pantallas de porno vintage. El humo
se atrapaba en el techo y las colillas iluminaban por segundos los rostros
ansiosos, impacientes.
Caminé
por los pasillos, buscando al amigo con quien había ingresado. Seguramente ya
estaría en un cubículo, o se habría cansado de tanto diálogo estereotipado en
las puertas de las cabinas. Estaba solo allí adentro. Quería salir, respirar
aire fresco y fumar un cigarro en la cuneta de esa calle rebosante de brillo,
tacones y luces multicolores. Camino a la puerta había un cubículo
entreabierto. En la puerta, con un pie adentro y el otro afuera, un chiquillo
de piel oscura miraba hacia afuera, hacia el pasillo. Su cabeza estaba apoyada
en el respaldo de la puerta, y su espalda se arqueaba en la posición de relajo,
de espera. Sus ojos negros iluminados por el cigarro que se llevaba a la boca,
me detuvieron. Unos dientes blanquísimos sonrieron ante mi huida abortada.
Alguien ponía música en el jukebox que el dueño había dejado cerca de la
entrada, por si la melodía constante del jadeo desesperaba a quienes rondaban
los pasillos. El chiquillo se siguió sonriendo e ingresó al cubículo, y el humo
de su cigarro se elevaba por fuera de la puerta. Mis piernas titubearon, y en
ese momento, la puerta eléctrica que servía de camuflada entrada desde el
sexshop hasta el complejo de cuartos oscuros, se abrió, y dos hombres de color
entraron riéndose. Afuera las risas llegaban desde la calle, y la brisa
nocturna mezclada con el aroma de los hot dogs que vendían en la esquina fuera
del sexshop, se deslizaban dentro, haciendo promesas de un exterior más alegre,
más afable.
Sonó
una canción de Depeche Mode en el jukebox, y los parlantes ocultos dispuestos
por los pasillos daban un nuevo ritmo a los aires cansados de los hombres en
éstos. Vi la puerta eléctrica cerrarse despacio, y el humo del cigarro
desvanecerse en la puerta del cubículo. Nuevos ojos se encontraban con los míos
en esos segundos, y pasaban a mi lado, haciendo invitaciones de buscar otros
cubículos vacíos. La puerta del cubículo que tenía enfrente seguía
entreabierta. Las bocinas de los autos se oían desde la calle, y las carcajadas
explotaban en el aire de la noche borracha, sedienta de más noche.
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